domingo, julio 14, 2019

El tierno bebé de piel de luz de luna

          A mis cuatro años los sentimientos más intensos que tenía tenían que ver con el odio a los bebés. No sé si odiaba tanto otra cosa. Seguro hacía berrinches con mis padres por cosas que me disgustaban, pero debía ser más actuación que verdad porque no recuerdo un malestar real, de esos que se quedan clavados en el pecho.
          Como el que me generaba mi prima Azul. Era un odio que no lo podía expresar porque sabía que no iba a ser comprendido, nadie iba a estar de mi lado. Me iban a tratar como lo que era, una nena chica con sentimientos irracionales. Me reprimía mi bronca innombrable. Miraba sus piernas y brazos rollizos, su papada, parecía como que era de goma, sus pliegues que hacían sonreír a los adultos y poner voz de idiotas con la que le hablaban como si fuese una reina, y no podía sino imaginarme que los pinchaba con un alfiler y su piel tersa y tensa explotaba como un globo. No quería hacerla sufrir. No me interesaba eso. De hecho la detestaba también cuando lloraba, sus chillidos horripilantes me hacían imaginar que la tapaba con almohadas hasta asfixiarla. No quería lastimarla, sólo quería que desapareciera. Pero a la vez su presencia me generaba adicción, me gustaba odiarla, no podía dejar de mirarla y observar cómo todos la admiraban, cómo comentaban cualquier simple cosa sin sentido que hacía como si fuera una maravilla del universo. Le aplaudían ese par de dientes ridículos, la sonrisa babosa, los vocablos y palabras inexistentes que sonaban como un bicho inmundo y deforme venido de los cuentos de terror o de extraterrestres. Su voz ni siquiera parecía humana. Creo que esto es lo que más me perturbaba, su falta de humanidad. No se podía interactuar con ella como si fuera una persona, tampoco era como una mascota, mi perro tenía mucha más gracia. Era como un muñeco que no servía para nada y encima acaparaba la atención de todos, lloraba y sacaba fluidos y sustancias nauseabundas. Usaba pañales, qué hay más indigno que eso, unos pañales llenos de mierda. Pero lo peor, era imposible saber qué estaba pensando, no respondía ninguna pregunta, no contaba nada. Me miraba con esos ojos verdes y enormes como si me estuviera leyendo la mente, nos quedábamos largo rato con la mirada sostenida. Yo odiándola. Ella, imposible saber. A veces esbozaba algo parecido a una sonrisa pero la mayoría de las veces hacía muecas deformes e indescifrables. Esa incertidumbre la convertía aún más en un ser monstruoso, sobre todo cuando se reía con ese gesto grotesco y húmedo.
            Por las noches tenía una imagen recurrente que era causa de mis desvelos y me dejaba con los ojos abiertos de par en par clavados en la cucheta. En ese espacio entre las dos camas se me aparecía suspendido en el aire un bebé desnudo y pálido, blanco como la luz de la luna. No hacía nada, más que estar flotando frente a mis ojos exhibiendo su cuerpo rechoncho y saludable, lleno de inocencia e ignorancia. Esta imagen me aterrorizaba como el peor de los monstruos.
            La última vez que vi a mi prima Azul fue en una reunión familiar. Un velorio. Había muerto mi tía abuela de un modo que nunca supe. Los adultos no daban muchas explicaciones, y a mi me costaba entenderlo. Pero la policía había ido a investigar. Alguna cuestión con las escaleras y la deformidad que son causa directa del cajón cerrado. Mi tía abuela era vieja pero aún ágil, se movía con facilidad y ritmo y no precisaba casi ninguna ayuda. Ese día la encontró muerta su sobrina nieta, mi tía Carmen, la madre de Azul, cuando llegó a recoger a su bebé que había dejado al cuidado de su tía durante un par de horas. Carmen entró en pánico, prácticamente ignoró al cadáver y subió corriendo las escaleras para buscar a su hija. La encontró despierta en el corral y le sonrió a su madre apenas la vio.
            La policía interrogó a mucha gente cercana, supongo como para preguntarle si habían asesinado a la vieja. Los parientes especulábamos resultados. Un tío decía que la vieja nunca había caminado bien con tacos altos y que pisó mal, otro opinaba que qué raro que tuviera puesto tacos estando en casa y de niñera y que ya que estamos cómo sabía que tenía puesto tacos ya que Carmen no le había dicho a nadie nada de la vestimenta de la muerta y en teoría ninguno de sus parientes excepto Carmen la habían visto ese día, otro decía que había bebido mucho, otro decía qué poco la conocés, ella no bebe, otro que su hijo, con quien no tenía una buena relación y quien iba a heredar todo, se había metido en la casa de incógnito y la había empujado y había vuelto a irse sabiendo que la única compañía y posible testigo que había era una bebé. El hijo nunca apareció por el velorio. Era el primer sospechoso, sobre todo por eso de no estar y poder hablar mal de él. Yo en cambio estoy segura que fue Azul, que de alguna manera consiguió hacerla rodar por los escalones y romperle el cuello. No me pregunten cómo pero sé que es ella. No confío en nada de lo que haga. En cómo finge sorprenderse por todo lo que sucede a su alrededor. Nada es auténtico. Todo es para desorientarnos.
            El día del velorio yo estaba tan de mal humor por el vestido estúpido que me habían puesto. No sólo era feo, además me ajustaba en las axilas y me quedaba tirante entre los omóplatos, de modo que no podría moverme bien. Lo deben haber hecho a propósito para que me quede quieta sin desentonar con la solemnidad aburridísima de los muertos. Todos se comportaban como si fueran buenas personas, como si estuvieran conmovidos o les importara en algo la vieja, todos parecían estar obligados a estar tristes. La única que parecía estar más allá de todo eso era obviamente Azul, que clavaba la mirada en cosas intrascendentes como una lámpara o un vaso y las admiraba como si se le hubiera aparecido frente a los ojos un unicornio o un dragón. Yo me desbordaba de bronca por tanta estupidez.
            Las horas pasaban de un modo inamovible, me censuraban cualquier comienzo de aventura que empezara a inventarme, a nadie le interesaba lo que yo quería decir, mis primas más grandes hablaban a propósito de cosas que no entendía, o de algún insípido del que se habían enamorado por alguna estupidez sobrevalorada. Una tía me dio lápices de colores y unos libros para colorear con dibujos espantosos de Disney, nada más ridículo que un ratón con vestido o moño en la cabeza. En los espacios en blanco dibujé leones y cebras desnudos, también una ciudad con tractores y colectivos, me quedó precioso un camión amarillo de rayas verdes, tipo jeap camuflado como para ir a la jungla. Poco después me aburrí y el día siguió transcurriendo con un clima más muerto que mi tía muerta y empezando a oler.
            La necesidad de entretenimiento me llevó a pretender interactuar con Azul. Me acerqué lo suficiente para vernos a los ojos, pero en cambio su mirada esquivaba la mía. Estaba acostada con las piernas puestas en una flexión de muñeco y prefería ver la nada con los ojos deambulando por el aire antes que verme a mí, cada tanto salía de su boca algún sonido, o quejido o palabra en su idioma de inhumano. Yo me movía como para cruzar mi mirada con la suya, pero ante el contacto ella miraba a otro lado. Quise ver qué cosa miraba y no había nada ahí. El techo era liso y blanco, el aire transparente, la gente insignificante. La detesté tanto por su falta de interés en mí, yo era mucho más interesante que la nada que estaba mirando. En un impulso le pellizqué un brazo. Nada. Siguió observando el aire con ojos atentos evitando el bulto de mi cuerpo encima del suyo. La pellizqué otra vez, más fuerte. Tampoco nada. Miré alrededor a ver quién había cerca y si alguien nos estaba prestando atención. Cuando volví la cabeza hacia ella sus ojos estaban clavados en los míos y su boca cerrada y sin sonrisa, amenazante, como diciendo ya sé que estás ahí, ya sé que me estás lastimando, no lo vuelvas a hacer porque vas a salir perdiendo. Pero entonces sin darme el tiempo a pensarlo la volví a pellizcar, esta vez con toda la fuerza de mis dedos. Su cara se frunció y arrugó horrendamente, se le humedecieron los ojos y la boca abierta como una caverna de demonios miniatura, largó un alarido que me hizo erizar la piel y querer taparme los oídos, un grito venido de un lugar incierto de su cuerpo con una potencia incongruente con su tamaño.
            Por supuesto me castigaron, y me hicieron ir a una habitación y no comer ningún dulce. Desprecié su castigo y lo minimicé, sabiendo que tarde o temprano iba a hacer lo que quisiera. Por mi parte me sentía contenta. Había logrado influenciar en Azul, no le había pasado desapercibida mi existencia.
            La habitación agotó prontamente su capacidad de entretenerme, sus materiales se habían vaciado de significado para mi y necesité salir por la ventana abierta casi como una cuestión de vida o muerte. No era racional, sencillamente sentía que moriría ahí encerrada, y no que moriría en un sentido fisiológico. Era mi ánimo, mi humor, mi felicidad la que moriría y eso no podía soportarlo.
            Yo estaba enceguecida por la libertad. La emoción de la aventura a cielo abierto y prohibido, de ser una clandestina en libertad sin la vigilancia de ningún adulto y su discurso repleto de reglas absurdas. Tal era mi confianza en este universo en el que me creía dueña que no vi un camión tipo jeap, amarillo de rayas verdes que venía por la calle que yo no sabía que estaba cruzando.
            Sé que Azul se ríe de mí, algunas horas después, con su boca babeante y sus ojos verdes mirando estupideces a pocos metros de mi cajón cerrado.